Por qué el glamour desapareció de la costa argentina

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Una fiesta supuestamente top aquí, allá o acullá no hace historia.
Tampoco un restaurante (¿quién dijo que «restó» es más paquete? ¡Por favor!) carísimo, decorado con lujo, y de luca el cubierto…
Porque el glam (…) no es una cuestión de ladrillos, buena ropa –o ropa cara, que no siempre es lo mismo– y boliches de música atronadora hasta las ocho de la mañana.
Es una cuestión más profunda.
Un cóctel de sobriedad, buen gusto, inteligencia, medio tono (gritos, jamás, en ningún lado, y menos en la playa), cero exhibicionismo, respeto por el prójimo (recordar mi reciente nota «¡Que a nadie se le ocurra atropellarme!») y buenos modales en cualquier lugar y a toda hora.
Ojo. Ojo. Ojito.
No estoy hablando de fantasmas del pasado.

Muchos veraneantes expresaron su malestar por la suciedad en las playas
De los años 20 o 30 en Mar del Plata, con su rambla todavía de madera recorrida por apellidos (dos, tres, cuatro a veces) llamados «patricios».
De señores con trajes de hilo y ranchos o sombreros italianos.
De señoras con susurro fru fru al caminar: el sonido de la seda.
De bailes de carnaval imitando (inútilmente) a los de Venecia.
De playas privadísimas.
Prohibidas para no iniciados o sin suficientes apellidos.
Apenas el de papá y mamá.
Y a veces, uno solo…
La añoranza de ese mundo de verano es, además de inútil y de retorno imposible, estúpida y algo peor: clasista.
Una bofetada a la democracia bien entendida: no confundir, por Dios y todos los santos, con el nefasto populismo.
Pero en este (tu, mí) país se desconoce el término medio.
El equilibrio.
Somos los mejores del mundo o la última escoria del Universo, suponiendo que haya vida extraterrestre.
Recuerdos de Mar del Plata, en pantallazos.

Escombros y maquinaria pesada en las playas, otras de las quejas de los veraneantes
Los años 60.
Festivales de cine.
Estrellas locales y made in USA (o Francia, o Polonia, o Checoeslovaquia –si, ya sé que hoy no se llama así–, críticos de fuste, intelectuales, investigadores del Séptimo Arte.
Y periodistas (y medios) para quienes el chimento farandulesco era el último orejón del tarro, no el artículo primero de la Constitución Nacional, como hoy y a toda hora.
Pero sobre todo, y fuera de ese ámbito de famosos y semifamosos… ¡gente educada!
Veraneantes de a pie que no aullaban en la calle ni destrozaban los tímpanos de sus vecinos de carpa.
Todavía…
Porque en los 70, el gallo de la veleta apuntó para otro lado.
No el estrictamente malo: el regularón.
Porque la cartelera teatral descendió de lo popular (las clásicas «comedias reideras», según el lugar común de periodistas no demasiado iluminados)… a lo descaradamente populachero.
Textos de cuarta categoría sin otra misión que revolear puteadas, diálogos de tal pobreza que hacían envidiar a las charlas del peluquero del barrio, y señoritas sospechosamente actrices mostrando generosamente su proa y su popa…
Y como en la relación causa-efecto, un público ad hoc que atestaba las salas con la esperanza de manosear a la salida, en la muchedumbre de fans, las proas y las popas de las señoritas (etcétera: ya fue escrito).
Eso sí: la decadencia cultural produjo recaudaciones fabulosas.
Entonces, ¿para qué cambiar?
Pan y circo for ever
Último pantallazo marplatense.

El deterioro de la costa argentina, sumada a los altos precios, provocó que decenas de miles de argentinos eligieran Brasil y Chile como destino esta temporada
Los 80 en adelante.
Mi última recalada, además.
Porque la ciudad que yo conocí en los 60 tenía olor a mar… y en esos casi recién nacidos 80, y a cada paso, olor a hamburguesas recocinadas, salchichas que hubieran desvanecido a un bromatólogo, manchas de grasa en las otrora grandes y elegantes baldosas costaneras, y toneladas de basura sin recoger, en enormes bolsas, en la alguna vez elegante avenida peatonal.
Huí, con mi mujer, a los dos días.
Sí: la palabra es «huí».
Y no volví jamás.
No me ocuparé de los pequeños puntos balnearios, desde Santa Teresita hasta San Bernardo.
Simplemente, porque nunca presumieron de geografías glamorosas.
Son honestos refugios veraniegos de habitués.
De gente tranquila.
Pasaré directamente a Pinamar.
Con conocimiento de causa.
Lo abordé por vez primera en los 60, bajo una lluvia infernal, por un camino de barro, trabajando para el diario Crónica, la misma noche que en Luna Park se consagró «Balada para un loco», by Astor Piazzolla (¡genio!), aunque no ganó el certamen.
Hace tres décadas que veraneo allí, salvo algunos años: Punta del Este o cruceros.
No tema el lector.
No hablaré con nostalgia de aquella aldea de pescadores que fue.
De ese paraíso al que sólo llegaba una compañía de ómnibus cuyo boleto de vuelta parecía de colectivo común o de viejo tranvía, y se sacaba en una pequeña caseta de madera.
Eso no podía durar.
Como tampoco duró la Villa Gesell que urdió, fijando tozudamente los médanos, el pionero don Carlos que le dio su apellido, hijo de inmigrantes alemanes.
Pero el caso de Pinamar es imperdonable.
Durante décadas mantuvo un equilibrio edilicio envidiable.
Casas en la costa o en el bosque que mantenían un estilo.
No uniformidad masiva: estilo que  armonizaba con el paisaje, sin destruirlo.
Tal vez esos años fueron de un glamour nada ostentoso que ni siquiera presumía de tal.
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El turista que idolatraba Pinamar amaba andar en patas (frase que no hace mucho usó el presidente Macri).
Caminar –y hasta perderse– en el bosque.
El inconfundible olor a pinos.
La belleza.
La paz.
Pero, como una obra del demonio, de un año a otro aparecieron los gigantes contra los que luchó Don Quijote.
No en forma de molinos de viento, no.
En el amenazante adefesio de dos torres –dos colmenares con mil deptos–tan altas como de espantosa concepción (decir «arquitectónica» sería un insulto al nobilísimo arte que construyó el Coliseo Romano o la Ópera de Sidney o nuestro teatro Colón) y peor calidad de materiales.
Verlas al llegar, desde el auto o el ómnibus, fue no solo un nudo en la garganta: la prefiguración del desastre…
Porque, peores o mejores, otros enormes edificios fueron sembrando la pequeña ciudad hasta desvirtuar por completo su espíritu.
El de las familias Bunge y Shaw, sus artífices del relativo glamour que tuvo.
Fue, más bien, un suave cóctel de estilo y buen gusto.

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“Muy triste”, fue el balance del gremio que nuclea a trabajadores del sector del turismo en Mar del Plata sobre lo que va de la temporada
Y esas lluvias trajeron estos lodos…
Hoy, y sobre todo en enero –tiempo de boliches–, la vieja aldea de pescadores es una ciudadela copada por jóvenes de 15 a 25 años (más o menos).
Cumbre del ruido, del alcohol, de la droga, de los gritos destemplados toda la noche y hasta después del amanecer, y del peligro de muerte.
Sí. Porque desde las ventanas de los deptos ocupados por bestias desaforadas, no es difícil que caiga una botella vacía.
Mi hijo casi muere en tal circunstancia.
En cuanto a las playas (y ésto vale para casi todas), es inútil pagar una fortuna por una carpa imaginando cierta privacidad.
La tortura empieza con los niños aulladores –no los cantores de Viena– que sólo conocen el crescendo.
Cada vez más, y más fuerte, y más invasores, y con padres tan impávidos como culpables.
Incapaces de frenarlos.
¿A quién se le ocurre el crimen de frustrar a un niño?
Y si alguien lo hace… ¡facho, políticamente incorrecto!
De ese modo, pequeñuelos que apenas han dejado atrás el jardín de infantes, ¡manejan cuatriciclos comprados o alquilados por sus bobos (o embobados) padres!
Todos los años alguno muere o alguno mata.
Pero nada cambia.
Y si uno, en tren de mínima sensatez, trata de explicarles a tales padres que un cuatriciclo, en manos inexpertas –e infantiles mucho más– es un arma… recibe dos reacciones.
Una: mirada estúpida y silencio.
Dos: agresiva amenaza. «No se meta en lo que no le importa».
Glamour… ¿De qué me hablan?

El autor de la nota pide que las ciudades balnearias regresen a su “buen gusto básico”
Pero vamos llegando, paso a paso, a lo Mostaza Merlo, al meollo del asunto.
A los verdaderos responsables.
A la patética verdad.
Pinamar, en un tiempo cita obligada de políticos con casa propia, alquilada, comprada ipso facto (nuevos ricos), fue durante décadas… un feudo político.
Dos o tres apellidos se perpetuaron en el poder y en sus derivados: corralones de materiales de construcción, madereras, maquinarias gigantes, inmobiliarias, y otros previsibles negocios emergentes.
Distracciones de pingües resultados que hicieron olvidar toda responsabilidad política, civil, de orden mínimo, al menos para que Pinamar fuera una pálida sombra de lo que fue…
Hoy, aquella aldea con olor a pino y a mar, se parece a la Mar del Plata con brisas marítimas… de hamburguesas recocinadas, o algo peor.
Es común que una decena (o más) de adolescentes ocupe un monoambiente alquilado y torture a todos sus vecinos con música a decibeles de boliche y alaridos dictados por el alcohol… u otros estímulos.
¿Llamar a la policía?
Tiempo perdido.
La ciudad (veredas maltrechas, baldíos de hace medio siglo que parecen selvas, ausencia de semáforos en puntos clave, y tránsito infernal casi a toda hora) se deteriora día a día.
Decir «Temporada a temporada» sería un acto generoso en exceso…
Lo único incólume es el mar, con su poderosa furia o su mágica calma, y el bosque, que permite vivir a la especie humana.
Expresé al principio el deseo casi desesperado, para nuestras ciudades balnearias, de un retorno al mínimo equilibrio, al básico buen gusto, a los elementales buenos modos.
Pero creo que es una batalla perdida.
En cuanto al glamour, buscaré la palabra en el diccionario.
Porque respecto de nuestra casi infinita costa de mar y nuestros balnearios… no sé qué significa.