Amor infinito: para que su hijo pueda nadar en las olimpíadas de sordos, le armaron una pileta con chapas, ramas y plásticos

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Por la pandemia cerró el club donde entrena Sebastián Galleguillo (18), en Florencio Varela, al sur del conurbano bonaerense. Sus padres, Marta y Edmundo, vieron que el joven estaba triste porque no podía nadar y eso afectaba su salud. Así que en tres días lo resolvieron: con lo que tenían a mano armaron un andarivel en la casa

Marta Galleguillo (57) despertó en medio de la noche sobresaltada. Invisible en la oscuridad de la habitación tocó el cuerpo de su marido, Edmundo César Hernández (44), que roncaba al lado: “Ey, Mundo. Ey”. El hombre abrió los ojos al tercer o cuarto llamado, confundido y perplejo. La voz se le había metido en los sueños. Pero era real. Miró el reloj: las 5 de la madrugada. Escuchó de nuevo la voz de Marta, que lo llamaba con un susurro rasposo. “¡¿Qué pasa?!, le preguntó, un poco molesto. Ella dijo: “Ey, Mundo, ya sé cómo vamos a calentar el agua”.

Edmundo no entendió. Hasta que entendió. Era lo que les faltaba para resolver el “problema”. Afuera, en el jardín de la casa, ya estaba casi lista la “pileta” que con plásticos, troncos de álamo podado días antes, chapas viejas, un pedazo de la campana de una parrilla, un viejo tanque de agua, dos tambores de metal y 400 litros de agua le habían construido él, con el cuerpo, y Marta, con las ideas, en sólo tres días a Sebastián Román Galleguillo, el cuarto hijo de ella, el segundo de él, el único juntos, un joven de 18 años a quien nadar le cambió la vida y no hacerlo, por la pandemia, se la estaba complicando.

Sebastián nació a los ocho meses de gestación. Vivió los siguientes 20 días fuera del vientre de Marta conectado a un respirador. Pesaba un kilo. Al tiempo los padres y los médicos notaron que algo no andaba del todo bien. El niño tenía dificultades en el proceso madurativo, problemas para comunicarse, una especie autismo con convulsiones interiores que lo dejaban quieto mirando un punto fijo. E hipoacusia, lo que lo volvió un niño que aprendió a hacerse amigo de los árboles, seres silenciosos como era él.

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Edmundo, hincha de Boca y futbolero, junto al resto de los hijos de la familia, eligieron Sebastián por Battaglia y Román por Riquelme. Pero Sebastián no le prestó atención jamás a la pelota. Criado en una casa humilde ubicada en el medio del campo, en el barrio La capilla de Florencio Varela, justo donde termina la urbanidad del AMBA y empieza tímidamente la pampa húmeda, el chico vivía trepado a los árboles, cobijado o a salvo de sentirse distinto a los demás.

Pero la vida le cambió cuando a los 11 años una médica le dijo a Marta que lo mande a natación.

Sebastián se tiró al agua, entonces, con miedo de morir. El instinto lo mantuvo a flote y eso le gustó. “Cuando entré a la pileta y no me ahogué, me di cuenta que eso me encantaba”, dice él con una sonrisa, metido en el traje de neopreno que le regaló un amigo, usado y con agujeros que él bromea y dice que son mordidas de tiburones.

“Me sentí cómodo en el agua. Era otro lugar, donde yo no dependía de la audición. Sino de lo que mi cuerpo pudiera llegar a aguantar y resistir”, explica, muy entusiasmado. “En el agua soy otra persona, soy una persona completa”.

Marta recuerda que su hijo nació “muy enfermo”. No se le borra su color morado durante las transfusiones de sangre. Explica que el ritmo con el que respira Seba actualmente le quedó del respirador artificial. Analiza la extrañeza que le generaba a ella, que ya había criado a tres, que el bebé no llorara: “Claro qué va a llorar si no escuchaba nada, nada lo molestaba”.

Todo cambió 12 años más tarde cuando se tiró a la pileta. Y los siguientes seis años fueron un florecer constante. Sebastián mejoró su vida metido en el agua, en lo personal y de paso, también en lo deportivo: desde la pileta del Polideportivo Municipal La Patriada de Florencio Varela se volvió un joven competitivo, talentoso, al nivel que su desempeño lo puso como candidato para quedarse con una medalla en las Sordolimpíadas de Brasil 2021, en su estilo favorito, pecho. Galleguillo estaba dejando todo por comerle una milésima a cada pasada.

Pero llegó el COVID-19. Transcurrieron más de 70 días sin agua, sin club, sin nada de la vida normal. Y Marta notó que Sebastián, que igual mantenía su entrenamiento “seco”, sobre la tierra, empezó a marchitarse por la falta de agua. “Por la pandemia no podía ir al club y andaba triste, desconectado, callado”, contó.

Sebastián estaba íntimamente inquieto. Llegó a proponerle a su madre ir a nadar a un pozo con agua estancada que hay a unas cuadras de su casa. “Lo decía en serio, le faltaba nadar”, ríe Edmundo. “Yo de natación no entiendo nada, a mí me gusta el fútbol, pero él me explica que necesitaba agarrar el agua, envolverla”, explica el papá tomado por el asombro.

Y al día 75 de cuarentena, mientras tomaban mate y llevaba días viendo a Sebastián desenchufado como hacía tiempo no lo veían, Marta anunció a la familia: “Le hacemos una pileta acá en casa, con lo que haya”.

Como pasaría después cuando lo despertó en el medio de la noche, Edmundo creyó que Marta había enloquecido. Pero sabía que no. Tres días después, la pileta estaba terminada. Doce metros y medio de largo por dos metros de ancho. Edmundo armó todo lo que Marta pensó, incluida la forma en que podían calentar el agua con leña para que no ocurriera lo del día de estreno, cuando Sebastián se zambulló en cueros sumergido feliz en 400 litros de agua que el mercurio había marcado muy cerca del hielo: 6 grados.

El primer día de trabajo Marta y Edmundo clavaron los parantes hechos con los álamos, el segundo ataron las chapas a esas ramas y el tercero pusieron los plásticos que descartó una empresa avícola del barrio; dos capas, una más ancha para contener el agua y otra más fina para que no se filtre.

Marta se inspiró en los invernáculos donde cultivan y viven los integrantes de la comunidad boliviana de su barrio, que producen mucha de la verdura que consumen los porteños. Pensó que esa cobertura resistente permitiría contener el vapor del agua caliente y cubrir del frío a su hijo.

“Venía entrenando todos los días sin parar, es lo que me gustaba, me hacía bien a la salud, a la mente”, cuenta Sebastián, que usa un audífono en cada oreja para escuchar con nitidez. “Lo primero que sentí cuando me metí fue frío. Metí el dedo al agua y me pasó el frío por el cuerpo. Pensé que tenía la piletita, después de 79 días sin nadar. ‘Vamos a meternos!’. Y me metí. Papá me preguntaba si tenía frío y yo temblaba y le decía que no. Estaba pálido. A los cinco minutos salí”, ríe.

En casa de los Galleguillo Hernández todo se hace con lo que hay a mano. Edmundo se dedica a trabajos de mantenimiento, albañilería y fue él quien levantó la casa donde viven desde que decidieron dejar el barrio Fátima, en Wilde, Avellaneda, para una vida más tranquila. Marta arregla y confecciona ropa. Son una familia de clase media baja, como tantas, trabajadora.

“Soy buena con las manos. Pero en este caso yo doy la idea y Edmundo, después de creer que estoy loca, hace”, explica Marta con gracia. Edmundo agrega: “Mientras hacíamos la mano de obra, Marta buscaba en internet cómo calefaccionar la pileta. Y se le ocurrió durmiendo. Después me explicó, agarramos un tanque viejo y conectamos a un tacho con leña encendida al que le pusimos una serpentina”.

Y así, Sebastián llegó al día 80 de cuarentena con medio andarivel olímpico con agua tibia en el jardín de su casa, el lugar perfecto no sólo para sacarle ventaja a sus competidores de las Sordolimpiadas, sobre todo para volver a sentirse completo.

“La natación también me ayudó en el tema de la discapacidad. A socializar, a abrirme con las personas, a poder ampliar mi vocabulario, mejorar mi forma de hablar, mi forma de ser. Y para mí el deporte, sinceramente, le debo la vida porque me ha cambiado mucho, le di todo lo que podía darle y el deporte me da todo lo que tengo hoy en día”, suelta de un tirón Sebastián.

Durante su infancia, Sebastián tenía mucho moco. “Las dos velas verdes”, ríe Marta. La médica que lo atendía recomendó que hiciera natación. Entonces los padres llevaron a su hijo a La Patriada, donde había deportes para chicos con capacidades diferentes.

 “A los dos días estaba nadando. Y ahí empezó. A las dos semanas la profesora le dijo que era muy activo y podía competir. Y en discapacidad es distinto, aprendimos, ahí se aplaude al que llega, no al que gana. Y él ahí se le abrió un mundo distinto. Nada con chicos con síndrome de Down, una chica con la ausencia de un miembro, otro en silla de ruedas, otro chico no vidente. Y se hicieron muy pero muy amigos. Y ya la diferencia se veía mucho. Seba nadaba muy rápido y lo pasaron a nadar con los convencionales”, enumera orgullosa Marta.

En esos torneos (en el living de la casa cuelgan 73 medallas “más una que le regalé a una amiga porque valoro mucho su esfuerzo”, cuenta Sebastián) empezó a destacarse, lo federaron y lo convocaron al equipo nacional de sordos.

“En el agua soy otro, solo depende de lo que mi cuerpo pueda llegar a aguantar y resistir. Empecé a entrenar más y más y a mejorar más y más. Solo veía el pizarrón y hacer las pasadas. No necesitaba estar constantemente con la audición, como en la vida cotidiana. Los entrenamientos me encantaron por eso, dependía de mi cuerpo, de lo que yo podía llegar a hacer, no de lo que no podía, como la audición”, remarca el adolescente, quien explica que el deporte le dio, además de sus entrenadores, a quienes quiere como familia, a sus dos mejores amigas, Candela y Micaela, una que le enseñó la pasión por el deporte y la otra las formas de hablar “y de ser”: “Eso me ayudó a ser más sociable, no sabría cómo darles las gracias”.

Las prácticas de natación le abrieron camino para otras terapias que le siguieron, como la relacionada al lenguaje. Sebastián explica que mejorar la dicción y estabilizar la audición también liberó una parte de su cuerpo que se “atrofiaba” porque no le llegaban bien las señales del cerebro.

Seba cuenta con orgullo que su marca es mejor que la que tuvo el último ganador de las Sordolimpiadas en “pecho”, su estilo. Apunta a eso. Los padres se entusiasman. “Nunca le metimos presión pero ahora que le hicimos la pileta ‘Seba mínimo primero’, le decimos en joda. Es un chiste. Sería lindo verlo ganar una olimpíada. Debe ser impresionante. Verlo en un nacional cuando le dicen el nombre ya decís ‘guau, mirá este negrito de Varela está ahí‘”, se fascina Marta.

“Mirá a dónde llegó el negrito de Varela”, repite Sebastián, entre risotadas. Y después aclara que no quiere ser “el orgullo varelense”, remarca que lo que vale es el esfuerzo, “no importa qué hagas”.

Esfuerzo y voluntad es lo que sobra en la casa de los Galleguillo Hernández. No hay mucho más que eso, tampoco falta más. Y amor. “La pileta fue construida con la pasión de la familia y con el amor que le tenemos a él”, sentencia Marta. Y agrega: “Le dije ‘date cuenta que tu madre y tu padre están haciendo el acto de amor más grande que hay en la vida’, pero es para nosotros, no para los demás. Nosotros dos y vos estamos teniendo un acto de amor. Él sabe, es un pibe re humilde, que si te da una mano te la da de corazón”.

Marta y Edmundo tienen para dar lo que les faltó en sus infancias. Son hijos de padres ausentes y alcohólicos. Marta creció con una madre estricta, que trabajaba con el sacerdote en opción por los pobres Carlos Mugica. De ella heredó el concepto de solidaridad y la fuerza de la voluntad.

“Mi viejo nunca me acompañó a nada. Yo jugaba a la pelota de chico y siempre anduve solo. Y yo no quería eso para mi hijo. Yo le dije ‘siempre te voy a acompañar’. Y vamos a estar en lo que se pueda, siempre. Hasta ahora no le hemos fallado. De mí sale no hacerle lo que me hicieron”, agrega Edmundo.

El esfuerzo de Sebastián por aferrarse a la vida es un recuerdo tatuado en la memoria de sus padres. Edmundo se emociona: “Mi hijo es mi ídolo. Yo se lo digo a Sebastián. El tipo con todos los problemas que tuvo, con todo lo que pasó, él no se arruga nunca. Va siempre adelante”.

 “Con él me recibí de madre, y es lo mejor que me pasó en la vida. La luchó mucho de bebé y después la escuela, que no lo entendían, que uno hacía todo lo posible, que siempre como discapacidad, viste, la cargada. Yo quería que él entendiera y no podía. Pero hizo el esfuerzo siempre con felicidad. Y empezó natación, e hizo la secundaria y la terminó sin repetir. Para una madre, ahí ya está, pero este chico es tremendo. Y ahora apareció esto de que quiere ir a unas olimpíadas y decís wuaaau”, se emociona Marta, y continúa: “Imaginate si yo ante él voy a decir ‘no puedo’. Necesitaba una pileta, se la hicimos”.

En su cuento “El Nadador”, el célebre narrador estadounidense John Cheever cuenta la historia de un hombre que nada en un río que imagina hecho con las piletas de sus vecinos y que lleva el nombre de su esposa. Es alguien que huye de su realidad a través del agua. Podría ser una historia antagónica a la de Sebastián. Pero está emparentada por una frase, que deja el escritor sobre Ned, el protagonista: “Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural”.

La condición natural de Sebastián está determinada por el agua. El chico escucha a sus padres desde un costado. No sonríe, ni parece emocionarse. Excepto por sus ojos, que apuntan a sus padres y emiten una expresión de amor que no se puede poner en palabras. Hasta que dice una frase, la última, una síntesis de todo: “No llevo un peso, llevo la alegría de mi familia, que me pudo ayudar con la pileta, conmigo mismo, con las terapias y los tratamientos. Gracias papi; estoy corriendo por vos, mami. Yo soy uno en el agua. Y el agua es lo que me faltaba para poder llegar a ser lo que soy hoy”.