Amores y odios eternos: Salvador María del Carril y Tiburcia Domínguez.

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Los ejemplos se repiten hasta el infinito y cada uno los tiene al alcance de la mano…  Públicos o celosamente guardados, antiguos o cotidianos, los secretos de alcoba colman vidas, muchas veces, completas de infelicidad.

Tal es el caso del matrimonio Salvador María del Carril (1798-1883) y Tiburcia Domínguez, dueños de “San Justo” en estación Emma de General Alvear.

Él, sanjuanino, fue gobernador de la provincia de San Juan cuando tenía 24 años y eyectado en 1825 cuando propuso osadamente la libertad de cultos. Así llega a Buenos Aires donde realiza una gran carrera política. En la región es propietario de grandes extensiones de campo. En Saladillo, hay tres estaciones ferroviarias que aluden su nombre: Salvador María, Polvaredas y la Estación Del Carril. En General Alvear era dueño de unas 15 mil hectáreas distribuidas en dos campos uno al norte y otro al sur lindando con los campos de Crotto.

Salvador María fue el primer Ministro de Economía (o Hacienda) de la historia argentina durante la presidencia de Rivadavia y el primer vicepresidente argentino.

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Ningún historiador olvida su frase: “Cartas como estas se queman” cuando aconsejó a Lavalle que fusilara a Dorrego. Una vez, cuando se casó un amigo, Salvador María le envía una carta con el objetivo de felicitarlo y la termina diciendo: “Dios lo haga un santo y un casado paciente y sufrido” palabras que explican la infeliz relación con su esposa.

Salvador María y Tiburcia contrajeron matrimonio el 28 de septiembre de 1831 en la iglesia de Mercedes, en la Banda Oriental. Los primeros tiempos fueron difíciles porque estuvieron exiliados durante 20 años hasta que Rosas fue derrocado en Caseros. Durante esos años llegaron los hijos y su vida no fue fácil al punto tal que fabricaban jabón en una bañadera para venderlo a sus vecinos. Pero las cosas cambiaron, pudieron regresar al país y Salvador María volvió a brillar: fue legislador, constituyente, vicepresidente y miembro de la Corte Suprema. Influyente y poderoso era además socio de Urquiza en varios negocios. Ambos tenían grandes extensiones de tierra en General Alvear: Urquiza en La Paulina, Del Carril en Polvaredas, La Porteña y San Justo entre otros. Sí que Alvear es tierra de caudillos…

El matrimonio Del Carril  con sus siete hijos pudieron llevar una vida económica ya sin sobresaltos pero, y aquí vemos esas pequeñas cositas de la vida conyugal que pesan tanto: el primer vicepresidente argentino no se llevaba mal con Tiburcia pero no compartía algunas cosas con su mujer. Tiburcia Domínguez según su marido, gastaba más de lo que debía y a ella, éso no le importaba porque: ¿A quién le importa lo que piensa el otro si no hay verdadero amor? ¿Cómo saber todas esas pequeñas intimidades que matan al amor?

Así que un día, en 1862, Salvador María del Carril publicó en los diarios de Buenos Aires una nota donde declaraba que no se haría responsable del pago de las deudas de su señora. La publicación fue bochornosa para Tiburcia y la humilló tanto que tomó la resolución de no volverle a dirigir la palabra. Y cumplió: durante los siguientes 21 años ella jamás habló delante de su marido y ni siquiera se dirigía a sus hijos delante de él. Convivieron, viajaron, asistieron a cenas y reuniones, pero jamás Tiburcia dijo palabra delante de él. Por supuesto, tampoco se separaron. Es más, en 1871, Del Carril compra la estancia La Porteña en Lobos para pasar largas temporadas con su familia, incluso iban los esposos enemistados que jamás se divorciaron.

Tiburcia vivió la vida al modo de Salvador María hasta que él fallece en 1883 de pulmonía. Dicen que al enterarse de la noticia, Tiburcia abrió la boca y dijo algo así como: ¿Cuánta plata dejó? ¿Ya puedo empezar a gastar?

Encargó un magnífico mausoleo para su marido en el Cementerio de la Recoleta donde él se observa muy cómodo sentado en un sillón mirando al horizonte. Según contaban en la familia, ella caminaba alrededor de la tumba diciendo: “Ahora estás ahí y yo puedo ser feliz”. Minuciosamente repartió la herencia entre sus hijos y finalizado el duelo, empezó a gastar…

Tiburcia contrató al arquitecto francés Alberto Fabré que con artistas italianos y franceses construyeron el hermoso palacio de “La Porteña” en Lobos,  inaugurado cuando ella cumplió 89 años. Tenía tres plantas, salones, biblioteca, capilla y numerosas habitaciones para invitados. Hermosos tapices, espejos y escalinatas de ensueño fueron adornados con objetos preciosos. El parque fue diseñado por el paisajista Carlos Thays;  poseía 240 especies de árboles y hacia allí se dirigía toda la alta sociedad bonaerense para participar de fiestas y reuniones.

Viajó con sus hijos por Europa y se mudó a La Porteña donde cada 14 de abril festejaba su cumpleaños con la asistencia de toda la gente top de Buenos Aires, con cocineros y un ejército de empleados que viajaban hasta Lobos con bandejas y vajillas, floristas, paisajistas y bandas de músicos, con trenes especialmente contratos por la anfitriona para que llegaran sus invitados.

Tiburcia murió en 1898, quince años después que su marido y las 21.000 hectáreas que poseía, pasaron a manos de sus hijos. En la estancia “San Justo” de General Alvear ya estaba Pedro Ángel Del Carril Domínguez, el padre de Emma y cuyo nombre representa a todo el paraje y a la escuela N 10. Tiburcia era la abuela y madrina de su primera nieta: Emma Del Carril de Erdmann.

En su testamento, Tiburcia pidió que su busto fuera colocado de espaldas al monumento de Salvador María. Esa posición es la muestra del rencor acumulado durante los años de matrimonio: Sus palabras fueron: “No quiero mirar en la misma dirección que mi marido por toda la eternidad…”.

Una vida de infelicidad negada, que signa paradójicamente la vida de hijos y nietos… Vidas de amores y rencores que endurecen corazones y persisten para siempre.