En una hora y cinco minutos debería nacer mi hija Amanda. Pero tengo mala suerte. Cinco minutos antes llega una mujer para parir mellizos. Cinco minutos después, otra con gemelos. Posdata: la hora de nuestra cesárea se corrió. «Estamos retrasados», me explica una enfermera. «Tranquila -le respondo-. Nadie llega tarde a su propio nacimiento.»
Durante la última semana del embarazo me obsesionó una idea: registrar cómo es la primera hora de la vida de una persona. Hace poco, la Organización Mundial de la Salud proclamó que la primera hora de vida podía salvar a un millón de bebes.
La Convención de los Derechos del Niño observa que la lactancia en ese período ayuda a garantizar la supervivencia del recién nacido. «Este momento será inolvidable y dejará una impronta de seguridad que reforzará su autoestima de por vida», dice un video de la Organización Panamericana de la Salud. ¿De por vida? ¿Tanto?
Lo llamativo es que si esos primeros instantes dejan tal impronta, una marca indeleble para toda la vida, ¿por qué tenemos tan pocos registros de lo que nos pasó en esos instantes cruciales? ¿Qué ocurriría si pudiéramos rebobinar nuestra vida hasta el minuto cero de la existencia extrauterina?
Minuto cero
La partera aplaudió y dio el grito para marcar la hora: «15.09». De mi panza salía un cordón grisáceo al final del cual había una beba. La mano del doctor Mario Sebastiani la sostenía. Había música. Yo tenía la panza abierta y, todavía adentro, la placenta. El anestesista me ayudó a levantar el cuello y bajaron la cortina que nos dividía. Ahí estaba. Había llegado justo a tiempo. Ése era su minuto: cero nueve. En ese momento, dejó de ser un bebe equis para convertirse en mi hija. Mi garganta se llenó de emociones y entonces, antes de que cortaran ese vínculo que nos había unido por nueve meses, me la trajeron para que la besara. Nadie más debía tocarla. Ni el papá. Sólo yo.
Todavía estaba blanca, envuelta en una sustancia pegajosa. No lloraba. Apenas abría los ojos, como tratando de reconocer dónde había despertado. Fue amor a primera vista. De inmediato, pegamos nuestras cabezas. Comencé a besarla y ella, a chuparme la cara. La punta de la nariz se me llenó de pimienta. Sólo murmuraba frases inconexas en su oído. No hice nada inteligente ni pronuncié palabras importantes. En un susurro incomprensible le dije cosas que ahora sólo ella y yo sabemos.
El cronómetro había empezado. Respirar. Eso fue lo primero. No tuvo que llorar ni gritar. Sólo empezó a hacerlo. De forma repentina, su corazón bombeó más fuerte hasta inaugurar el sistema respiratorio. Mientras, sintió por primera vez la gravedad.
Hasta hace unos años, los doctores levantaban al recién nacido hasta que le cortaban el cordón, algo que aterraba al bebe y le hacía sentir vértigo. Además, hacía que pesara 55 gramos menos y que tuviera menos sangre y más riesgo de anemia, ya que una tercera parte de su torrente está todavía en la placenta. Hoy, se prefiere ponerlo sobre la mamá, y esperar a que el cordón deje de latir.
«El contacto piel con piel empieza a regular su temperatura. Es el comienzo de la relación afectiva con su mamá», explica Néstor Vain, jefe de neonatología de la Trinidad y vicepresidente de la Fundación para la Salud Materno Infantil. «Si está todo bien, no hay apuro en hacer los controles. La mamá lo siente encima e intuitivamente sabe si todo está bien. El bebe se calma en contacto con ella. Abre un ojito y la busca. Estuve en miles de partos y todavía me sigue emocionando ese encuentro», cuenta Vain.
Minuto diez
Nos separamos mientras le cortaban el cordón y la neonatóloga la revisaba. Después, la alzó el papá y para ayudarla a abrir los ojos, la partera le hizo una visera con las manos. La luz radiante del quirófano apenas le dejaba espiar. Nos miramos a los ojos. Sentí un latigazo de adrenalina. Es un mito que los bebes no ven, dice Vain. Si no están agotados por el parto, la mayoría, al nacer, busca el contacto visual con la mamá. Aunque se lo coloque de espaldas, mueve y cabecea hasta encontrarla y mirarla.
Tiempo después lo supe. En esos instantes en los que Amanda y yo nos miramos y nos sentimos, empezó el proceso de dependencia y vinculación que nos ligaría para siempre. El apego. Así lo llaman los médicos. Todo estaba ocurriendo y ni siquiera lo imaginábamos.
«Esos minutos son un período sensible durante el cual el contacto estrecho puede tener efectos positivos de largo plazo, como una mayor seguridad y mejor tolerancia a la angustia de la separación», dice Constanza Soto Conti, médica de la Maternidad Sardá, que participa de la campaña de la Fundación Neonatológica Miguel Larguía, para preservar esa «hora sagrada» después del nacimiento.
Minuto quince
Se la llevaron a otra habitación. Ni ella ni yo lo sabíamos, pero estábamos actuando el guión que las hormonas escribieron para nosotras. Estábamos empapadas de oxitocina, la hormona del amor y del altruismo. En los instantes que siguen al nacimiento, incluso en las cesáreas, la mamá y el bebe llegan al pico de concentración de esa hormona. Es la causa de ese tropel de sentimientos. Estamos impregnadas de opiáceos ya que también sube el nivel de hormonas similares a la morfina, que nos inducen a un estado de dependencia mutua.
Minuto veinte
Me habría gustado ponerme de pie e ir tras ella para no perderme esos momentos, en su primer y corto vuelo fuera del nido. Diez minutos después estuvieron de vuelta. La limpiaron, la pesaron, la midieron y le dieron vacunas y vitaminas. Le pusieron un ungüento en los ojos y la trajeron vestida, con pañales, envuelta en una mantita, en una cuna transparente.
Le pedí al papá que memorizara todo. ¿Qué era lo importante? Según me explicaron, estaba todo bien y nada de lo que le pasó en esos diez minutos fue tan relevante para su psiquis como el sentir que me extrañaba. Eso es lo que produce el apego. Le permite sentir que, aunque esté lejos, en algún lugar del mundo hay alguien que la extraña y la está esperando.
Minuto treinta
Mientras nos trasladaban por los pasillos, yo en la camilla y ella en la cuna, pensaba quién ganaría la carrera. Leí que el apego también impacta en el sistema inmunológico. Es importante que sea la mamá con quien esté en contacto la mayor parte del tiempo. Al nacer, el bebe está libre de gérmenes. Una hora más tarde, millones de gérmenes y bacterias cubren su cuerpo. ¿De dónde vienen? Los microorganismos que ganen la carrera van a ser los gobernantes del territorio. Pueden venir de la madre o de un extraño, un médico o una enfermera. Si son de la madre, el bebe ya tiene los anticuerpos.
Minuto treinta y cinco
Llegamos a la habitación 921 y nos instalamos. Una puericultora me dio a la beba. Amanda se acurrucó y respiró profundo, como diciendo llegué. No éramos las mismas que hacía cuarenta minutos. Ya nos habían limpiado y nos habían vestido. Éramos una versión «civilizada» de nosotras mismas.
La habitación estaba en penumbras. Había llegado la hora de la lactancia. «¿Te acordás, mamá, no?», me preguntó la mujer. Le dije que sí, pero sentía que no. Pasaron cuatro años. Estaba más preocupada porque Amanda abriera bien la boca que por disfrutar el momento. «No creo que tenga leche», me disculpé. No importaba.
En la India, cuando nace un bebe, lo primero que se hace es colocarlo sobre la panza de la mamá y dejarlo que solito repte hasta la teta. Se llama «el arrastre al pecho». Guiándose por el olor de sus manos llenas de líquido amniótico, similar al olor del pezón, encontrará el pecho en los próximos 60 minutos e iniciará la succión de forma ideal.
No es nuestro caso. Estamos seteadas en modo occidental. De todas maneras, dos minutos más tarde, Amanda ya abría la boca perfecto y disfrutaba de la primera toma. Como si lo hubiera hecho toda la vida.
Minuto cincuenta
Nos dejaron solas. El papá nos observaba. El silencio podía oírse. Amanda estaba acostada sobre mi panza, abrazando el pecho. Tomaba. Nada más importaba.
Esta sensación de placer es otra vez inducida por las hormonas. Pico de endorfinas que nos hacen sentir apego intenso, dependencia, enamoramiento mutuo y visceral. Pico de oxitocina que cuando se transmite piel con piel, tiene efecto desestresante.
Minuto sesenta
Nuestra primera hora juntas fue maravillosa. Algo adormecida, intenté rebobinar. ¿Qué era lo importante? ¿Había algo que se me había escapado, capaz de crear impronta? Y en ese momento lo supe: Arjona. En el instante en que nació Amanda, en el quirófano estaba sonando una de Arjona. No se cuál, porque no me gusta. La instrumentadora del equipo me había preguntado si quería que hubiera música. Dije sí. Puso play y poco después comenzó la cesárea.
Tengo que recordar ese dato para el futuro. No puedo controlarlo todo. Si alguna vez siento que se produce una brecha musical insalvable entre nosotras, no debo cuestionarme qué hice mal como madre. Simplemente recordar que él estuvo ahí, cantándole, en el minuto cero de su vida.