La máquina de hacer películas

- Publicidad -

Silencio… ¡acción!

Al observarlos trabajar un mediodía cualquiera, puede ser Uruguay, puede ser Chivilcoy -como dice la canción-, pero es Cazón, un pueblito armado en torno a un vivero municipal a 10 kilómetros de Saladillo, uno bien podría pensar en La Máquina de Hacer Pájaros. No específicamente en la música de esa banda que Charly García formó en los años 70, sino en la imagen poética que irradiaba esa máquina inventada por el dibujante santafecino conocido como Crist para la revista Hortensia y en formato historieta.

Al observarlos trabajar, entonces, uno bien podría pensar que así debería ser «la máquina de hacer películas». Ahí mismo está Fabio Junco arrojándose al pasto para que su sombra no entre en el cuadro, mientras sostiene el boom (micrófono) que acaba de envolver con la chalina de Necha, la dueña de la casona en la que dentro de una hora, no más, se van a servir las empanadas a modo de catering; a su lado, Julio Midú, cámara en mano, apura: «Dale que ahí justo viene aquel perro, vamos, antes de que se vaya para otro lado. Silencio… ¡acción!». Habrá una segunda toma, pero ya sin el perro, perdido en otra dirección, detrás de otra cola. No importa. La escena ya está. ¡Corte! A otra toma. Y otra. Y otra más.

En los últimos veinte años, «la máquina de hacer películas» de Saladillo filmó tres telenovelas (dos de 30 capítulos y una de 100), 150 cortos y 26 largometrajes. Todos protagonizados por actores amateurs, la mayoría nacidos y criados en este pueblo bonaerense, ubicado a 180 kilómetros de la Capital, pero también oriundos del centenar de ciudades y pueblos de la Argentina que visitan con los «talleres de cine exprés» que ellos mismos realizan quincenalmente, patrocinados por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa).

- Publicidad -

Con el nombre Cine con Vecinos, Midú y Junco son capitanes y marineros de un fenómeno analizado por Cahiers du Cinéma y requerido por los festivales de cine de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, y de Asunción, en Paraguay. «Los franceses nos veían como un producto de la crisis argentina, una alternativa social y económica, pero nosotros empezamos antes de eso y hemos sobrevivido a diferentes crisis. Lo que sí, esa mirada internacional nos hizo más visibles y a la mayoría de los medios les gustó contar esa historia», se sincera Midú, el hombre que a los 18 años se soñó guionista, director, asistente, camarógrafo, productor y todo y se lanzó sin paracaídas desde la antena más alta de Saladillo a la realización de una telenovela semanal para el Canal 5 del cable local, con sus vecinos delante de cámara y sin ningún estudio cinematográfico previo. Pasión, una pequeña cámara digital, muchas voluntades y un socio, Junco, que advirtió el brillo en sus ojos y confió ciegamente en él. Y juntos fueron estrellas de cine y televisión.

Hacer una telenovela con capítulos semanales interpretada por vecinos que nunca antes habían pensado en actuar, filmada en livings y cocinas familiares y dirigida por el mismo guionista y camarógrafo que hasta ese momento jamás había estudiado ni leído nada acerca de cine o televisión definitivamente fue una travesía inconsciente. «Mucho más porque yo, metido en ésa, con mis 18 años, estaba embarcando a un montón de gente que se exponía en televisión en un pueblo chico como el nuestro.» Jóvenes que juran a sus padres que van a estudiar a lo de una amiga, pero se escapan a filmar tres escenas en exteriores; esposas que planean cenas afuera para que sus maridos celosos no vean «el capítulo del beso con el panadero» que grabaron por la tarde; bebes prestados, y abuelas encerradas y silenciadas en cuartos de fondos de casas bajas. «Silencio… ¡acción!»

De pronto, Saladillo se mueve alrededor de una cámara. Tres novelas en cinco años y entonces sí, en un abrir y cerrar de ojos, el salto a la pantalla grande. Una película en 1999, dos en 2000, cuatro en 2001, tres en 2002, cuatro en 2003, una en 2004. Cuando Midú y Junco finalmente decidieron viajar a Buenos Aires para estudiar cine, la dupla ya había producido y filmado 15 largometrajes y los medios locales e internacionales ya hablaban de un fenómeno social que traspasaba la pantalla.

Paradojas argentinas, en ese momento «la máquina de hacer películas» funcionaba en un pueblo sin salas cinematográficas abiertas al público. «Para mí, en ese entonces las viejas salas eran candidatas a supermercados. Pero por suerte ahora reabrieron los dos cines, y aunque directamente no tuvimos nada que ver, me imagino que algo de daño colateral debemos de haber ocasionado para que sucediera», confiesa Junco, antes de retomar la filmación de un corto para proyectar en octubre en el Festival Nacional Cine con Vecinos. ¿También hay un festival? Sí, se trata de un encuentro cinéfilo para producciones independientes de todo el país con sede en Saladillo, que ya va por su duodécima edición. Y a la empresa-marca Cine con Vecinos habrá que sumarle además una fundación, presidida por Midú y Junco, a través de la cual recorren el país, en sociedad con el Incaa, desde hace seis años, dictando sus talleres de cine exprés.

Policiales, comedias, infantiles, suspenso, terror y acción. En los talleres se filma cualquier género, pero a lo largo y a lo ancho del país lo que la gente elige filmar más son dramas. «Nosotros llegamos a la mañana y entre todos los participantes del curso se elige qué historia quieren contar. A partir de ahí nos ponemos al servicio de lo que ellos quieren contar, un drama o lo que sea. Lo único que hacemos es darle un marco cinematográfico para que se entienda la historia y esa misma noche poder proyectar el cortometraje para todo el pueblo.»

Así las cosas, el modus operandi de Cine con Vecinos bien podría entenderse como una guerra de guerrillas cinematográfica. Midú y Junco entran y salen de pueblos como Hilario Ascasubi, en la provincia de Buenos Aires, o Federal, en Entre Rios, o Esperanza y Firmat, en Santa Fe, dejando en la plaza principal su bomba casera a punto de estallar, y vuelven a empezar.

«¿Pero vos viste las películas que hacen?», dispara jocoso un crítico de cine reconocido, y a continuación se extiende con un monólogo acerca de la incompatibilidad entre cantidad y calidad en el ámbito cinematográfico. «Tuvimos que enfrentarnos a muchos prejuicios, porque así como tenés un grupo de gente que te apoya, tenés una patota que te tira mierda -se sincera Midú-. Para combatir eso, en su momento me refugié en mi grupo de actores, gente grande que me levantaba cuando estaba por aflojar. Los primeros años no fueron fáciles. La gente decía que lo que hacíamos era una porquería, y si bien nunca pensamos que esto pudiera salir de Saladillo, siempre confiamos en que podía ser otro producto, algo mejor. Y poco a poco creo que lo logramos. Hicimos una escuelita de nuestros propios trabajos y al mismo tiempo modificamos parte de la vida de mucha gente, y despertamos la vocación en otros tantos jóvenes. Eso supera cualquier crítica.»

Funde a negro y vuelta a Saladillo

«Allá filmamos Secretos de estación». «¿Con quién fue que filmé Pobres mujeres?». «¿Te acordás cómo nos divertimos cuando hicimos Dame aire?» En este pueblo bonaerense, las películas de Cine con Vecinos no sólo son mojones con historia, sino que además se recuerdan por sus nombres como si se tratase de tanques de Hollywood o superproducciones de Disney que todo el mundo conoce. «Esto más que un pueblo parece un polo audiovisual», susurra el fotógrafo de LA NACION cuando nos cruzamos con un hombre ya entrado en su sexta década, de rostro curtido y ajado por el viento, manejando un tractor con cuidado de no despintar sus uñas rojo carmesí porque en media hora debe volver a la peluquería del centro del pueblo, donde se lleva a cabo otra filmación. «Ya hay pibes que están tomando la posta y filman por su cuenta», intenta explicar Midú esta superpoblación de aficionados al cine en este pedazo de Buenos Aires en el que viven, según el último censo, aproximadamente 32.000 personas.

«Lástima que ya no filmamos como antes», se quejan los vecinos de Saladillo aquí reunidos, convocados para un cortometraje en torno al «museo y set comunitarios» que Cine con Vecinos proyecta construir a futuro y para el cual el municipio ya le cedió un predio de tres hectáreas por cinco años, con la posibilidad de renovarlo por tres más. «Somos actores, queremos actuar», bromean, y castigan a Midú y a Junco, acusándolos de haberse olvidado de sus orígenes. «Vamos a formar el sindicato de vecinos abandonados», amenazan, y festejan la ocurrencia improvisando una pequeña marcha en un calle por la que no transitan autos ni peatones. Todo aquí y ahora parece una película.

«Ellos dicen que nos agrandamos, pero no es así», se defiende Midú. «Lo de Vecinos no fue un trampolín para hacer otro tipo de cine. Esto a nosotros nos genera una satisfacción que el cine industrial, por decirlo de alguna manera, no nos da.»

El 31 de octubre comenzará el duodécimo festival de Cine con Vecinos, y en ese marco se presentará el libro con el que celebran sus veinte años detrás de las cámaras. Allí, el análisis y los recuerdos de cineastas y artistas de renombre que pasaron por el jurado del festival se cruzan con el testimonio de actores anónimos. Como el de esa humilde maestra de Saladillo que sostiene con emoción que en las películas de Cine con Vecinos está registrada su vida. Literalmente. Porque quince años atrás, cuando se sumó al proyecto, no tenía dinero ni siquiera para tomarles fotografías a sus hijos, mucho menos para filmarlos, y hoy, en esa filmoteca pública está el registro de sus tres amores, creciendo año tras año. Junco y Midú leen la carta de la maestra y vuelven a emocionarse. No dicen nada. Piensan en la película de su película. Corte. Fin.

Una propuesta con acento francés

Midú y Junco volverán a París en octubre

Entre el 8 y el 20 de octubre próximo, los cineastas Julio Midú y Fabio Junco volverán a Francia para llevar su «taller exprés» a la Casa Argentina ubicada en la Ciudad Universitaria de París. La experiencia fue probada hace dos años en La Sorbona, de esa ciudad. «Eran todos estudiantes de ciencias políticas y cuando les dimos para que eligieran qué guión filmar, fueron directo a su problemática, que en ese momento era una huelga y cómo a un joven que llega a la universidad le cuesta entrar en ese mundo totalmente desconocido. La demanda en cuestión era que pusieran papas fritas en la facultad. Ésa era su prioridad y lo que contaban tenía que ver con su micromundo. Por eso de algún modo el cine exprés funciona para cualquiera: para los tareferos de Misiones o los estudiantes de París.»