De cortarle el pelo a Liza Minnelli hasta vender manzanas acarameladas por las calles de Río de Janeiro. De las noches de glamour en Mónaco con su íntimo amigo Carlos Monzón, a enseñar su oficio en uno de los asentamientos más pobres de la ciudad de Buenos Aires.
De ser el protagonista de publicidades rodadas en Japón y China hasta colgar un cartel con su nombre en plena favela ofreciendo su servicio a 10 reales el corte.
De gastar un millón de dólares para montar uno de sus salones más imponentes en Recoleta a atender a sus clientes en un modesto local frente a una calle de tierra.
La vida del estilista Rubén Orlando, el recordado peluquero de los famosos especialmente durante las décadas de los 80 y 90, es una vida de contrastes.
Sonriente, en su peluquería ubicada en el corazón de la Villa 31 recibe a Infobae en una tarde soleada.
Se oye música de fondo, pasan vendedores ambulantes y pasean algunos perros por el barrio, mientras desde la vidriera del salón se puede ver un grupo de obreros trabajando para arreglar la calle.
-¿De dónde venís? ¿Cómo llegaste a dedicarte a la peluquería?
-Siempre hubo algo de volver a los orígenes. Soy de Del Carril, partido de Saladillo, aunque nací en Lobos porque no había otro hospital cerca. Vivíamos en ese pueblito donde no teníamos energía eléctrica. Mi vieja era la peluquera del pueblo y, como no había luz, ponía al sol a las clientas cuando terminaba. De acuerdo al tiempo del cliente o a la temperatura se iban y volvían al otro día a sacarse los ruleros. En esa época más que nada se usaban anillados. Se venían a hacer permanentes y todo esto. Ahí estuve hasta los 11 años.
-O sea que el oficio viene de familia.
-Sí. Tengo un hermano mayor, que también siguió con peluquería. Se llama Gabriel. Con él fuimos socios. Abrimos en un momento una peluquería que, para mí, era la más linda del mundo, en Montevideo y Las Heras. Eran 480 metros. Nos gastamos un millón de dólares. Inauguramos en 1978. Ahí teníamos 120 empleados trabajando, entre peluqueros, manicuras, coloristas. Yo ya había estado con Miguel Romano.
-¿Cómo arrancaste con él?
-A los 13 años. Mientras estaba terminando la primaria había empezado en una escuela de peluquería en un lugar que se llamaba Zamboni Matisse. El profesor era Miguel, pero duró muy poquito. Él tenía mucho laburo, entonces se fue. Pero me ofreció si quería ir a trabajar con él a su peluquería. Y me fui con él. Después me gustaba otra tendencia, que era la de Andrea Paparella, que es el tío de Leo Paparella y de Pino. Entonces me fui a trabajar con Andrea porque me gustaba mucho su estilo.
-Hasta que abriste tu propio camino.
-Si. Antes de la peluquería grande con mi hermano habíamos inaugurado una más chica, también en Montevideo y Las Heras, de 125 metros. Pero teníamos tanto laburo que crecimos. Desfilaba el país por ahí, trabajábamos muchísimo.
A comienzos de los años ’80, Rubén Orlando ya una marca registrada, un símbolo del coiffeur de alta gama. Todo el mundo quería atenderse por uno de los peluqueros con mejor reputación y por sus manos pasaban todo tipo de celebridades y personajes vinculados al poder.
De Carlos Menem, hasta Zulema Yoma y su hija Zulemita, pasando por la esposa del dictador Jorge Rafael Videla, Alicia Hartridge, y algunos miembros de la familia De la Rúa, o Emma la hija del ex presidente Arturo Illia. Todos se atendían en sus locales del barrio de Recoleta o lo llamaban para que el estilista fuera a domicilio.
A su vez, las figuras del espectáculo también se atendían con él. «Gracias a Cacho Fontana, por ejemplo, peiné a Liza Minnelli. Cuando él estaba en Canal 11 como director. Y gracias a uno de mis grandes amigos, Carlos Monzón, trabajé para Jean Paul Belmondo, Alain Delon.
Delon le organizaba las peleas a Carlos en Mónaco. Y yo siempre me iba con Carlos para allá. Fui a todas las peleas, a una sola no fui. También atendí a Paloma Picasso. De acá, trabajé con todos, salvo Mirtha Legrand, todos. Le corté a Susana Giménezcuando arrancó. A ella le hacía los bucles», señala.
Con el tiempo, el propio Rubén se convirtió en una figura de los medios. Luego de contraer matrimonio a los 20 años, se divorció y volvió a casarse con la ex Miss Mundo Silvana Suárez. Su figura era tan conocida que una marca de productos para el pelo llegó a contratarlo para que protagonizara comerciales de televisión.
«Hice 15 comerciales. Algunos fueron en Japón, China y Hong Kong. Después grabé unas en España, filmamos con Luis Puenzo. En Oriente me quedé durante casi ocho meses», cuenta.
El crecimiento, hacia la década de los ’90, fue exponencial.
«Empecé a abrir más peluquerías. Llegué a armar 32 salones, entre Buenos Aires y Gran Buenos Aires. Tenía 900 personas laburando conmigo. Me la pasaba viajando, parecía un remisero (risas). Hacía de a tres peluquerías por día. Estaba tres o cuatro horas en una peluquería, después me iba tres o cuatro horas a otra», recuerda.
-¿Atendías personalmente a tus clientas?
-Yo estaba siempre. Tenía todos mis turnos tomados, como hago ahora. Ahora vengo a la villa y estoy acá, en la villa. No es que digo «no estoy». Siempre fue así hasta que en ’97 quebré y tuve muchos problemas. Me quedé sin nada, como dice mi libro «Perderlo todo».
-Eso es impresionante, porque vos tenías un imperio.
-Yo siempre digo que la vida es un recorrido muy largo. Vos agarrás un auto ahora, hacés dos mil kilómetros y por ahí te fuiste a la banquina, por ahí te iluminaron de frente o por ahí se complica. Esto también es doloroso porque en principio vos no te lo imaginás. Porque perderlo todo no es solamente perder dinero. Perderlo todo es perderlo todo, es un efecto dominó.
-¿Cómo es ese efecto dominó?
-Es cuando se van los amigos del campeón, que vos pensabas que eran los que te querían. Los familiares y hasta tus hijos cambian de actitud un poco. No es que te dejen de amar, pero hay un cambio de actitud para con uno. Es lastimoso pero pasa eso. Una cosa es un padre con plata y otra un padre sin plata. Yo perdí 6 millones de dólares, no perdí cualquier cosa. Pero siempre digo que lo importante no es vivir con rencores. Porque eso te envenena el alma.
-¿Pero qué pasó exactamente?
-Yo era un tipo que me dedicaba a construir en Punta del Este y acá. Siempre una deuda habría, pero lo mío no eran deudas para quebrar. Yo me equivoqué en hacer la convocatoria (de acreedores). La convocatoria fue el principio del final. Pero realmente fue algo político. Porque después, cuando una va escarbando, va descubriendo cosas. Esto fue en el ’97, era la época de Menem. Después van aflorando las cosas y te vas dando cuenta de por qué. Y yo no tuve la cintura o la capacidad ni el estudio suficiente para zafar. Si uno hace una lectura hoy, lo mío fue algo político.
-¿Te sacaban las peluquerías por algo político?
-Había una intención de voltear a una figura importante de cada rubro para asustar al resto. De los peluqueros me eligieron a mí y me hicieron pelota. Después hubo eso con otros tipos, de los zapateros eligieron a Pepe Cantero. Le hicieron lo mismo a (Daniel) Passarella con el barco. Venían a atacarme a mí y a toda esa gente. Fue la vieja DGI (actual AFIP).
-¿El hecho de no haber terminado el colegio creés que te afectó?
-Yo tengo solamente hasta sexto grado. Yo siempre le digo a la gente y a los chicos acá: «Mirá, un oficio es muy importante. Porque el oficio te salva: vas, cortás por una gallina y comés. Pero con estudios es otra cosa«.
En bancarrota, Orlando decidió entonces radicarse en Brasil, país donde nació su tercera esposa y donde tuvo a su hija más chica. Primero en Río de Janeiro, luego en San Pablo y más adelante en Buzios, el peluquero de las estrellas tuvo que empezar de cero. Pero sin papeles y con una niña pequeña, era difícil.
«No me tomaban en las peluquerías. No tenía algo fijo. Por ahí me tomaba alguna peluquería de barrio, pero en las peluquerías de barrio es un poco ‘yo me atiendo siempre con Pedro’ y van a buscar siempre al mismo», apunta.
-¿Cómo surgió la idea de vender manzanas acarameladas por la calle?
-Yo estaba buscando algo para hacer. Y un sobrino de mi mujer vendía manzanas acarameladas y sacaba 200 o 300 reales por día. Entonces un día le digo ‘enseñame a hacerlas’ a ver si zafo por el momento. Estuve en San Pablo y después en la favela Rocinha, de Rio de Janeiro. Yo me fui a vivir a la favela porque me tenía que despertar a las tres de la mañana para ponerle el caramelo a las manzanitas. A la noche les ponía el palito y durante el día salía a vender.
Con el paso de los días, Orlando, además de vendedor ambulante, volvió a dedicarse a su oficio.
«Me puse ahí, en la favela misma, a cortar el pelo. Puse un cartel que decía‘cabeleiro El Gringo Rubén’, porque todo el mundo me decía Gringo. A 10 reales el corte. Entonces, después de vender todo el día las manzanas, cortaba. He llegado a llevar unas 100 manzanas acarameladas. Uno de esos días entro a una peluquería a vender. De una sale un peluquero argentino y me dice: ‘¿Vos no sos Rubén Orlando?’. Creo que ese pibe al otro día se volvió para Argentina. Habrá pensado ‘si este con el nombre que tiene está vendiendo manzanas, ¿qué me espera a mí?'», apunta entre risas.
Con el tiempo, logró progresar nuevamente y hasta llegó a abrir un local en Buzios en el que los clientes podían cortarse el pelo mientras tomaban un café.
«Un día en Copacabana, me conoce un argentino, que se dedicaba a la soja. Me ofrece poner un café con peluquería en Buzios. Y le pusimos «Café cortado by Rubén Orlando». Pusimos imágenes de Maradona y Monzón», señala sonriente.
En 2010, ya de regreso a la Argentina, Rubén Orlando decidió, además de volver de a poco al negocio de las peluquerías, enseñar su oficio en uno de los barrios más pobres de la ciudad.
«Primero fue solo escuela y después fue también salón. Hoy el barrio se llenó de peluquerías, de mucha gente que se formó con nosotros«, dice orgulloso.
«Desde que estoy acá se recibieron más de 500 chicas. Y digo chicas porque fueron casi todas mujeres, chicos habrán sido dos o tres. Incluso gente de afuera del barrio que viene especialmente», comenta.
La hora pico del local de Villa 31 comienza a la tarde, después de las 18. Y ahí está casi siempre el estilista, acompañado por sus colaboradores.
«Yo vengo todos los días acá, domingos también. Y me voy tipo 11 de la noche. La gente está acá los sábados, los domingos y mucho los feriados. Es que llegan después de laburar, se pegan una ducha y se vienen a cortar», reflexiona.
-Los peluqueros suelen hablar mucho con sus clientes, se convierten en una especie de psicólogo en muchos casos. ¿La gente te cuenta sus problemas?
-Mirá, la peluquería tiene cosas tremendas. Me acuerdo de una mujer que un día vino con sus dos nenitos divinos y me dijo: «Rubén, quiero que me hagas un hermoso corte, que me hagan unos reflejos bárbaros que me quedan tres meses de vida«. Otra por ahí te dice «tengo un amante», otra te cuenta que está volviendo con el marido.
-¿Te arrepentís de algo?
-Yo soy laburador. Por ahí una de las cosas en las que me equivoqué fue en creerme empresario. Una de las cosas que yo siempre le digo a la gente es «no se crean tan empresarios porque puede llegar a ser una equivocación». Para ser empresario hay que estar muy preparado. Y más en países complejos como el nuestro. Nunca sabés lo que te puede llegar a pasar. Un día estás arriba y otro muy abajo. Son países complejos donde no hay una política de Estado. Uno llegó porque es ambicioso. Yo soy muy ambicioso. Sanamente ambicioso.
-¿Muy ambicioso?
-Sí, me gusta progresar, me gusta vivir bien, tengo 33 viajes a Europa. De esos 33 casi todos fueron para ir a congresos de peluquería. Pero después, una vez que estaba ahí, me iba 10 días a algún lugar. A Grecia fui cuatro veces. Mykonos es uno de mis lugares preferidos del mundo.
-¿Te costó tener que empezar de cero otra vez?
-Cuando vos venís de base muy humilde sabés que te puede pasar. Es diferente a lo que le puede pasar a un tipo que viene de arriba, se cae y pierde todo. Cuando un tipo como yo viene de muy abajo, pero muy abajo, es distinto. Si yo no sacaba una propina lavando cabezas a los 13 años no comía al mediodía. Entonces tenés otro formato.
-Contame cómo te cambia cuando venís de abajo y se pierde todo…
-Te cuento una anécdota. Un día en la cárcel le digo a Monzón: «Carlos, ¿cómo aguantás, cómo la estás llevando?». Y me dice: «Mirá, Rubén, qué sé yo, uno viene de abajo. Un día me desperté y había una rata que le estaba queriendo comer la oreja a mi hija Silvia». Entonces un tipo que viene de abajo soporta las cosas de otra manera. Pero el dolor uno lo tiene.
Por Agustina Larrea para el diario Infobae